Por
Ariadna Estévez
Los términos
del libre comercio que México ha pactado con diversos
países –especialmente en el ámbito del
TLCAN y el TLCUEM- dan una gran cantidad de privilegios a
las corporaciones trasnacionales. Con estas canonjías
las trasnacionales violan impunemente los derechos humanos
de mexicanas y mexicanos incluyendo los laborales, a un medio
ambiente sano, a la alimentación y al desarrollo. Las
corporaciones tienen derecho a todo y obligaciones con nada
ni nadie: no tienen que dar cuentas ni a sus gobiernos ni
a los que los hospedan, ni a la sociedad civil ni a los organismos
de derechos humanos de la ONU.
Por esta
razón ha habido, al menos desde principios de los 1990s,
una fuerte oposición a las negociaciones secretas,
a espaldas de la sociedad civil. Las organizaciones civiles
y sociales reclaman democratización de los procesos
de negociación y renegociación de los aspectos
más negativos del libre comercio, en particular lo
relacionado a inversiones (principios de trato nacional, privatizaciones
indirectas, reglas de origen, requisitos de desempeño)
y a privatizaciones de sectores con los que se satisfacen
diversos derechos humanos (educación, salud, agua).
Más
recientemente las organizaciones de derechos humanos han empezado
a abordar los acuerdos comerciales desde su particular perspectiva
–una que empodera a los ciudadanos/as, ubica como responsable
al Estado y busca ampliar el ámbito de rendición
de cuentas a las corporaciones mismas.
Sin embargo
hay un hueco en todo esto: la lucha que se da desde la identidad
del consumidor. Sin reducir la ciudadanía –particularmente
la cada vez más clara idea de ciudadanía global-
a la del consumo de bienes, los derechos que otorgan hoy en
día el reconocimiento del consumidor como un sujeto
social implican una herramienta estratégica en lucha
contra el comercio desregulado, violador de derechos humanos.
Ante la hegemonía del discurso que sataniza la intervención
del Estado y da impunidad a las trasnacionales, el poder de
decidir a quien se compra y a quien no, y sobre todo las razones
por las cuales se opta por ello, es una herramienta de lucha
que no se ha explotado en nuestro país y que debería
empezar a ser explotada para contribuir, de forma complementaria,
a las luchas por la democratización de los procesos
de toma de decisión y a la lucha por tratar de construir
un Estado que regule la economía sin llegar a ser un
Súper Estado como lo fue desde los 50 hasta finales
de los 70.
Si usamos
la identidad de consumidores –de forma complementaria
a la de mujeres, defensores de derechos humanos, ecologistas,
trabajadores, vecinos, etc.- podremos utilizar una poderosa
herramienta que puede contribuir a la lucha más amplia.
No se
trata de salir a destruir McDonalds o simplemente de dejar
de consumir productos Nestlé. Se trata de hacer un
programa de activismo basado en la identidad de consumidores,
como eje estratégico que potencie la capacidad de interlocución
con el gobierno y las trasnacionales con una agenda muy amplia
de derechos humanos que reivindique las obligaciones del Estado
respecto del derecho al desarrollo, y la obligación
(no la simple “responsabilidad”) del sector corporativo
respecto de los derechos al medio ambiente, al trabajo (y
en ello el derecho a la vivienda, la salud, la seguridad social,
la no discriminación) y al desarrollo (las trasnacionales
deben contribuir a la creación de un ambiente económico,
social, cultural y político en el que los ciudadanos/as
disfruten del nivel más alto de vida).
Este programa
tendría tres vertientes.